27 de agosto de 2015

Amor y odio en las aulas


Uno de cada dos profesores desearía dejar su profesión a la menor oportunidad, según una encuesta británica. Los datos indican también que tres de cada cuatro maestros de primaria se encuentran más allá del borde del ataque de nervios. La situación no parece muy diferente en el resto del mundo civilizado, que, como decía Voltaire, se diferencia sobretodo del salvaje en que aquí todavía comemos a la gente. Un amigo maestro me contaba su última pesadilla, asustado de sus propios sueños: los niños le arrancaban los ojos. La posibilidad de que un maestro sea devorado por los alumnos es todavía más real en ciertas zonas de Estados Unidos, donde, por lo visto, la industria juguetera ha sido absorbida por la más competente Asociación Nacional del Rifle. 
Uno de los últimos héroes de la pantalla es el director de escuela de Hoy empieza todo, de Bertrand Tavernier. Es un tipo que aguanta lo que se le echen gracias a esa cosa misteriosa llamada vocación y a una alta dosis de valor. Para entendernos, Rambo es un meón al lado de este hombre. Mucha gente considera que los maestros de hoy viven como marqueses y que se quejan de vicio, quizás por la idea de que trabajar para el Estado es una especie de bicoca perpetua. Pero si a mi me dan a escoger entre una expedición Al filo de lo imposible y un jardín de infancia, lo tengo claro. Me voy al Everest por el lado más duro y a pelo. Ser enseñante no sólo requiere una cualificación académica. 
Un buen profesor o maestro tiene que tener el carisma de un presidente del gobierno, lo que ciertamente está a su alcance, la autoridad de un conserje, lo que ya resulta más difícil, y las habilidades combinadas de un psicólogo, un payaso, un dj, un pinche de cocina, un puericultor, un maestro budista y un comandante de la KFOR. Conozco a una profesora de Ciencias Naturales que sólo desarmó a sus alumnos cuando demostró unos inusuales conocimientos futbolísticos, lo que le permitió abordar con entusiasmo la evolución de las especies. Y a un profesor de Matemáticas que consiguió hacerse con la audiencia tras interpretar un rap Public Enemy Number One. Cuando se discute sobre el pandemónium escolar, siempre sale algún cráneo privilegiado poniendo las cosas en su sitio y para quien la educación es una rama de la política penitenciaria. 
– ¡Eso lo arreglaba yo con dos bocinazos! Lo que pasa es que los maestros están acojonados. ¡A-co-jo-na-dos! 
Pero basta ya de pensar en lo difícil que es entenderse pocas personas en un hogar, incluso cuando el cariño es grande o el hogar unipersonal, para comprender la heroica tarea de llevar con armonía un centro educativo. Hay padres e hijos cuya relación consiste en intercambiarse unos cuantos mordiscos, a poder ser a la yugular, durante la cena. Aún así, son los hijos los que más usan la casa, los que hacen de su habitación una cálida nave espacial, donde se recluyen con los pósters de sus mitos y sacan partido a la cacharrería moderna. El mundo exterior, los espacios urbanos, se han vuelto inhóspitos para los críos y las salidas “a la calle” son vistas como peligrosos adiestramientos en la jungla. 
Todo lo que pasa, y lo que se avecina, no tiende a disminuir la importancia de la escuela sino todo lo contrario. Y la desmoralización del profesorado debería transformarse en una nueva autoestima, en un nuevo orgullo. 
No hay que exigirle a una maestra de Albacete la vocación de una misionera o de una voluntaria de Médicos sin Fronteras pero sí la conciencia de que su trabajo con la materia humana, y por tanto delicada e inflamable a un tiempo, va a ser cada vez más valioso. Las noticias perturbadoras y las experiencias negativas no deberían velar la realidad. Según la encuesta que citaba al principio, nueve de cada diez padres considera muy positiva la labor del profesorado y no creo que en España la valoración sea menor. 
La escuela se ha vuelto más conflictiva porque cada vez alberga más tiempo de vida, más complejidad, entre sus paredes. Es el espacio de la familia y de la relación comunitaria lo que se ha achicado. Para muchos adolescentes, la amistad, y también el odio, tiene por principal y casi única vía la puerta del colegio o del instituto. La conflictividad escolar no es tanto un rechazo como un SOS. 
Del maestro se espera a veces demasiado, como de aquel ingenioso Jackob que, en el gueto de Varsovia, transformaba los “gramos de noticias” en “toneladas de esperanza”. Es comprensible la tensión ante semejante demanda. 
Pero, ¡Qué suerte que esperen de uno algo!

Manuel Rivas (El País, 2 de abril de 2000)


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